Años antes de su fallecimiento, Christopher Hitchens fue
abordado por el oyente de uno de sus muchos y memorables debates. El susodicho
peguntó al periodista, escritor, orador, ensayista y crítico inglés: “Si ya
sabes que Dios no existe, ¿por qué pasas la vida tratando de convencer a todos
de ello? ¿Por qué no te quedas en tu casa y ya?”. Hitchens replicó que su principal
motivación para desenmascarar a la religión organizada como el fraude que él creía
que era radicaba menos en pregonar la no-existencia de un ser supremo como en visibilizar
su aversión hacía sistemas de control ideológico en inmerecidas posiciones de
poder para tomar decisiones de carácter global, afectando injustamente a muchas
vidas; incluyendo la suya. La cuestión no era qué tenía Hitchens en contra de Dios,
sino qué tenían los auto-proclamados representantes del mismo en contra de los
valores humanistas que Hitchens luchaba por proteger frente al prospecto de una
teocracia.
En los últimos días, más que durante cualquier época del año,
a mí también me han exigido justificar mi veneno. “¿Qué tienes contra los
Oscares? ¿Qué ganas presumiendo lo mucho que no te gustan? ¿En qué te perjudica
que otros lo disfruten? ¿Por qué no te quedas en tu casa y ya?” Preguntas válidas
y con un buen punto. Podría quedarme en casa, cerrar la boca, vivir y dejar
vivir. Podría hacerlo sin problemas. Excepto por un detalle. No quiero hacerlo.
Lectores de esta columna recordarán que el año
pasado usé este mismo espacio para explicar mi indiferencia a la
estatuilla (https://www.lajornadamaya.mx/2016-01-29/Oro-de-tontos). Entre ellas, que es un premio
viendo siempre por los intereses de la industria y nunca por los del público;
razón por la que resulta absurdo rasgar vestiduras cada vez que sus elecciones
difieren de los pedantemente llamados “pronósticos”. O que la única razón básica
por la que existe radica en que un judío rico no quiso que actores y directores
de su estudio formasen sindicatos. Pero ambos puntos apenas le echan suficiente
sal a la herida. Lo que en verdad marcó para mí una transición de indiferencia inofensiva
a implacable desdén fue lo siguiente. De acuerdo con una investigación llevada a cabo por el diario Los Ángeles Times, (http://www.latimes.com/entertainment/la-et-unmasking-oscar-academy-project-20120219-story.html), entre los 5, 765 votantes de la
Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood, el 94% de ellos
pertenece a la raza caucásica, el 77% al sexo masculino y la media de edades
rebasa los sesenta años. Por si fuese poco, la identidad de la mayoría de estos
veteranos, presuntas eminencias de la producción cinematográfica, permanece anónima.
Fuera del conocimiento público. Eso significa que cuando alguien paga boleto
por Moonlight con base a la leyenda
de “Ganadora del Oscar” en su cartel, lo hace disuadido(a) por el consenso cuestionable
de una secta de ancianos blancos que nunca dan la cara por sus criterios de
selección. Es gastar dinero en la opinión de unos fantasmas.
No he visto aún Moonlight.
No tengo elementos para poder saber si es, tal y como ha sido decretado por el
último sanedrín, la mejor película de 2016. Pero quiero averiguarlo sin otro
parámetro más que los méritos técnicos y narrativos que yo sea capaz de
percibir en ella. No por obra y gracia de un muñeco de oro para legitimar mis
opiniones.
He intentado permanecer callado. He intentado ser
“tolerante”. Pero mientras se me siga invitando a contribuir, mediante mi
participación activa en juegos inocentes como los de las quinielas o en debates
inanes como esos en torno a la polémica de los sobres de premiación, con la
reducción de los estándares de discusión en una obra cinematográfica a los de
un semental compitiendo en una pista de carreras, así como con la subyugación
de opiniones propias a las de una elite de la que no hay manera de constatar su
credibilidad, me niego a considerar el “quedarme en mi casa” como una opción
realista. O correcta.
*Publicado hoy en "La Jornada Maya" y ayer Jueves 02 de Marzo en "Soma: Arte y Cultura"