viernes, 3 de marzo de 2017

MÁS ORO DE TONTOS (Y EL QUE TODAVÍA NOS FALTA)*


Años antes de su fallecimiento, Christopher Hitchens fue abordado por el oyente de uno de sus muchos y memorables debates. El susodicho peguntó al periodista, escritor, orador, ensayista y crítico inglés: “Si ya sabes que Dios no existe, ¿por qué pasas la vida tratando de convencer a todos de ello? ¿Por qué no te quedas en tu casa y ya?”. Hitchens replicó que su principal motivación para desenmascarar a la religión organizada como el fraude que él creía que era radicaba menos en pregonar la no-existencia de un ser supremo como en visibilizar su aversión hacía sistemas de control ideológico en inmerecidas posiciones de poder para tomar decisiones de carácter global, afectando injustamente a muchas vidas; incluyendo la suya. La cuestión no era qué tenía Hitchens en contra de Dios, sino qué tenían los auto-proclamados representantes del mismo en contra de los valores humanistas que Hitchens luchaba por proteger frente al prospecto de una teocracia.

En los últimos días, más que durante cualquier época del año, a mí también me han exigido justificar mi veneno. “¿Qué tienes contra los Oscares? ¿Qué ganas presumiendo lo mucho que no te gustan? ¿En qué te perjudica que otros lo disfruten? ¿Por qué no te quedas en tu casa y ya?” Preguntas válidas y con un buen punto. Podría quedarme en casa, cerrar la boca, vivir y dejar vivir. Podría hacerlo sin problemas. Excepto por un detalle. No quiero hacerlo.

Lectores de esta columna recordarán que el año pasado usé este mismo espacio para explicar mi indiferencia a la estatuilla (https://www.lajornadamaya.mx/2016-01-29/Oro-de-tontos). Entre ellas, que es un premio viendo siempre por los intereses de la industria y nunca por los del público; razón por la que resulta absurdo rasgar vestiduras cada vez que sus elecciones difieren de los pedantemente llamados “pronósticos”. O que la única razón básica por la que existe radica en que un judío rico no quiso que actores y directores de su estudio formasen sindicatos. Pero ambos puntos apenas le echan suficiente sal a la herida. Lo que en verdad marcó para mí una transición de indiferencia inofensiva a implacable desdén fue lo siguiente. De acuerdo con una investigación llevada a cabo por el diario Los Ángeles Times, (http://www.latimes.com/entertainment/la-et-unmasking-oscar-academy-project-20120219-story.html), entre los 5, 765 votantes de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood, el 94% de ellos pertenece a la raza caucásica, el 77% al sexo masculino y la media de edades rebasa los sesenta años. Por si fuese poco, la identidad de la mayoría de estos veteranos, presuntas eminencias de la producción cinematográfica, permanece anónima. Fuera del conocimiento público. Eso significa que cuando alguien paga boleto por Moonlight con base a la leyenda de “Ganadora del Oscar” en su cartel, lo hace disuadido(a) por el consenso cuestionable de una secta de ancianos blancos que nunca dan la cara por sus criterios de selección. Es gastar dinero en la opinión de unos fantasmas.

No he visto aún Moonlight. No tengo elementos para poder saber si es, tal y como ha sido decretado por el último sanedrín, la mejor película de 2016. Pero quiero averiguarlo sin otro parámetro más que los méritos técnicos y narrativos que yo sea capaz de percibir en ella. No por obra y gracia de un muñeco de oro para legitimar mis opiniones.

He intentado permanecer callado. He intentado ser “tolerante”. Pero mientras se me siga invitando a contribuir, mediante mi participación activa en juegos inocentes como los de las quinielas o en debates inanes como esos en torno a la polémica de los sobres de premiación, con la reducción de los estándares de discusión en una obra cinematográfica a los de un semental compitiendo en una pista de carreras, así como con la subyugación de opiniones propias a las de una elite de la que no hay manera de constatar su credibilidad, me niego a considerar el “quedarme en mi casa” como una opción realista. O correcta. 

*Publicado hoy en "La Jornada Maya" y ayer Jueves 02 de Marzo en "Soma: Arte y Cultura"

SORPRESAS PERDIDAS: "TODO POR UN SUEÑO" (TO DIE FOR, 1995)*


Cualquiera de mi edad recordará fácilmente 1995; año en que millones se estremecieron con el veredicto del juicio de asesinato contra O.J. Simpson. Lo que pocos recordarán es que O.J. no fue el primer “monstruo” en gozar de cobertura por parte de la caja idiota. Dicho honor corresponde a Pamela Ann Smart, cuyo proceso en 1990 por el homicidio de su esposo en complicidad con tres adolescentes constituyó el primer juicio televisado en Estados Unidos. Mucho menos recordarán que una novela basada en este mismo caso sirvió como inspiración para un retorcido retrato de esta tele-cultura y de la infamia popular que hizo a Simpson célebre.  

Esto y más se halla latente en “Todo Por Un Sueño” (To Die For), normalmente asociada a otros filmes sobre la influencia de medios masivos que dominaron parte del panorama fílmico de los noventas. Sin embargo, difícilmente merecen competir con éste en cuanto al corazón oscuro que late en su interior. ¿Qué tan oscuro?  Basta decir que la última imagen muestra a un personaje bailando sobre la tumba de otro. Nada raro si se sabe que el guión lleva la autoría de Buck Henry; pilar del humor negro estadounidense gracias a otro mordaz pedazo de comentario social llamado “El Graduado” (1968). Henry eleva la historia de Smart a grandes extremos de obsesión para crear su símil en Suzanne Stone (Nicole Kidman);  una frustrada aspirante a reportera de TV casada con el empleado de un restaurante (Matt Dillon) en New Hampshire. Para Suzanne, nada es más importante que ser alguien. Y la única forma de lograrlo es a través de la pantalla chica. Nicole Kidman da vida a una sociópata narcisista, hipócrita y caricaturesca que al mismo tiempo no es demasiado de estas cosas como para que el público se niegue a permitirle mostrar los hechos bajo su perspectiva. Todo en ella parece tan ensayado como una telenovela en horario estelar: su manera de vestir, de hablar, de caminar, de reaccionar ante la muerte del marido, de llorar en su funeral, de responder preguntas respecto al estudiante de secundaria (Joaquín Phoenix) al que manipuló sexualmente para que lo matara….Un ser menos humano que televisivo.

Jugando con el fondo y la forma, el director Gus Van Sant concibe a la mayor parte del filme como narrado en primera persona por Suzanne frente a una cámara de video, para que al poco tiempo esta narración unilateral sea fragmentada por intervenciones de familiares y conocidos; cada uno aportando un pedazo de la verdad detrás del crimen. Esto fortalece la sensación de encontrarnos en un mundo por y para él monitor; donde no hay emociones más que las dictadas por apuntador ni sucesos inmunes a convertirse en encabezados. Igual que en la mente de Suzanne.

Si “Todo Por Un Sueño” tiene un talón de Aquiles, ese sería que los blancos de su sátira parecen haber caducado. No obstante, sobrevive como la evidencia cinematográfica de una era en que los teléfonos servían para hacer llamadas, MTV era un canal de música y apenas nos sumergíamos en el proceso de banalización mediante el cual, parafraseando a David Cronenberg en “Videodrome” (1983), “la televisión se convertía en realidad y la realidad en menos que televisión”.

*Publicado el Viernes 17 de Febrero en "La Jornada Maya" y en "Soma: Arte y Cultura".

CUANDO VUELVEN LAS LUCES: "LA LA LAND" (2016)*


La La Land, el tercer largometraje bajo la batuta de Damien Chazelle posterior a su multi-premiado drama independiente Whiplash (2014), llega a la cartelera local arrastrando una magnánima reputación que cualquiera fácilmente señalaría como potencial cola para ser pisada. Ante el impresionante número de galardones y alabanzas cosechadas a varios meses previos de su estreno, se pensaría que la película tiene unos zapatos bastante grandes que llenar. Y juzgando muchas reacciones cercanas, parece que ha cumplido. Sin embargo, me temo que esta será una de esas ocasiones en que me toca ser moro entre los cristianos.

¿Por qué no disfruté La La Land? Elementos no le faltaban para ser apetitosa a mi perfil de espectador. En primera instancia, es un musical, género que me encuentro siempre listo a defender. Es, al mismo tiempo, una historia de amor en Los Ángeles pero abocada a las tribulaciones de sobrevivir en la despiadada Meca del entretenimiento; temática por la que confieso particular debilidad. Por si fuera poco, pretende la hazaña de usar el musical clásico como punto de convergencia entre el cinismo posmoderno de dicha meca en la actualidad con aquella extinta clase de glamour tradicional e inocencia ensoñadora de la cual la misma hizo gala hasta la década de los 50´s. No por nada sus primeros minutos presumen haberse realizado en Cinemascope y nos deleitan con una elaborada toma en movimiento continuo, donde decenas de angelinos varados por el tráfico de una autopista salen de sus vehículos para participar en una coreografía por la que Stanley Donen hubiese vendido su alma.

Entonces… ¿por qué la indiferencia? Creo tener una manera de sintetizar mi decepción. De hecho, solo necesito una palabra: pose.  La La Land, más que un verdadero drama o comedia romántica, incluso más que un musical, es una pose de todos y cada uno de los anteriores. La mera simulación de los mismos. Lo tiene todo para aparentar convincentemente lo que pretende ser sin estar a su altura. Una muy bonita mimesis, pero mimesis, al fin y al cabo.

No pienso limitar mis motivos para resentir su artificio a uno solo, pero sí destacar lo más sintomático del problema. Me refiero al grado en que lo francamente unidimensional de los personajes principales termina operando en contra de la película; aun formando parte de su diseño. Puedo entender que, por ser ésta una carta de amor a los clichés de la mitología hollywoodense que hemos aprendido a amar, sus puntos de partida sean justamente dos de ellos: la aspirante a estrella soportando un empleo de medio tiempo para sostener una vida de eternas audiciones (Emma Stone) y el músico muerto de hambre obsesionado con mostrar al mundo lo idiosincrático que es como “artista” (Ryan Gossling). Asimismo, puedo entender que parte de sus funciones como personajes incluya ser portavoces del director para lamentarse por un Los Ángeles que ahora únicamente existe en los recuerdos y en los títulos de películas clásicas que ellos mencionan como sus favoritas.

Pero lo que no entiendo es por qué Chazelle no exprime todo el jugo a estos estereotipos. ¿Por qué en vez de llevarlos a un lugar donde valga la pena ir, o regodearse en ellos de una manera más explícita e indulgentemente provocadora, se limita a registrar mecánicamente su existencia, confiado en que la mera belleza de la fotografía, la música y la edición basten para no advertir lo vacíos que son por dentro? Si Chazelle quería hacer cool el pasado de Hollywood a través de su presente milenial, ¿por qué el pasado se siente tan…corriente?

Como sus protagonistas, La La Land anhela convertirse en algo más. Pero invierte más tiempo presumiendo estar a la par con otras grandes películas que yendo activamente en pos de dicho sueño. Es como ir a un concierto de tributo a Queen con un imitador de Freddie Mercury más interesado en convencerte de que es el original que en interpretar bien las canciones. Tarde o temprano, comenzarás a exigir menos pose y más evidencias. 

*Publicado el Viernes 27 de Enero en "La Jornada Maya"


ENTRE EL RANCHO Y EL PAREDÓN: FERNANDO DE FUENTES Y "EL PRISIONERO 13"*


La trayectoria de Fernando De Fuentes me parece, a falta de una mejor palabra, paradójica. Mientras que destacó por estar al mando de producciones con inquietudes más comerciales que estéticas, era a la vez portador de una mirada incisiva al legado de la revolución en el México moderno; misma que quedó constatada en su famosa trilogía conformada por El Prisionero 13 (1933), El Compadre Mendoza (1933) y ¡Vamonos Con Pancho Villa! (1936). La primera cuenta la historia de Julián Carrasco (Alfredo Del Diestro), soldado cuyo alcoholismo lo convierte en hombre violento y ocasiona que su esposa (Adela Sequeiro) lo abandone. Años después, la revolución estalla y Julián se convierte en coronel. Sus tropas arrestan a trece subversivos y el gobernador ordena su ejecución. Sin embargo, la familia de uno de ellos es adinerada y pide a Carrasco su libertad por una suma de dinero. Consciente de que el gobernador espera que sean trece los detenidos a ser ejecutados, Carrasco lo libera y ordena arrestar a cualquiera que se le parezca para tomar su lugar. Sin embargo, se lleva una cruel sorpresa al descubrir que el sustituto en cuestión resulta ser su hijo (Arturo Campoamor).

Pese a tratarse esencialmente de una parábola sobre las consecuencias creadas a partir de los pecados de un hombre, El Prisionero 13 se las arregla de igual forma para ilustrar con apabullante realismo el miedo y paranoia que imperaban en las poblaciones urbanas por la violencia susceptible de estallar bajo una guerra civil. Sin embargo, llama a mi atención la distancia que guarda con relación a otro título de su filmografía: Allá En El Rancho Grande (1936). Mientras que a la trilogía de la revolución le tomaría unas décadas ganar reconocimiento, este frívolo triángulo amoroso entre un hacendado, un caporal y una campesina aparentemente no tuvo dificultades para pasar a la historia como el primer éxito de la taquilla nacional. Estudiosos rastrean las raíces de su éxito en la entonces novedosa manipulación de temáticas y arquetipos en una campaña a la que el gobierno y las instituciones se habían comprometido desde tiempo atrás para dotar a la sociedad mexicana de una fuerte identidad nacional con una serie de códigos propios con los cuales hacer frente a retos políticos, culturales y tecnológicos del siglo XX. 

El ejército, recordatorio viviente de dicha identidad, era percibido como una institución exenta a cuestionamientos de toda índole. Y fue en medio de esta asumida impunidad que llegó a ver la luz del día un filme como este, a tan sólo cuatro años de Allá En El Rancho Grande, y que optó por brindarle una trama girando alrededor de la milicia, mostrando sin empacho el nivel de corrupción al que puede llegar. Recordemos que en esos tiempos el cine nacional procuraba abstenerse de un tratamiento realista de la temática revolucionaria para contrarrestar la percepción de México como nación políticamente inestable. Valdría la pena preguntarse si habrá sido ese el motivo por el cual la estructura del filme da la impresión de ser deliberadamente truncada por su propio desenlace; mismo que reduce a la tragedia detrás de la corrupción cultivada por Carrasco a una simplona moraleja contra los excesos del alcohol. 

Al hablar del Fernando De Fuentes que dirigió El Prisionero 13 y el Fernando De Fuentes responsable de Allá En el Rancho Grande, evocamos la memoria de dos especies distintas de realizador.  El primero hizo oficio y el segundo hizo carrera. Uno vivía en la introspección, el otro en la complacencia. Crítica y concesión. Esta marcada dualidad de ningún modo resta relevancia a una etapa u otra, sino que revela a un artista que, comprensiblemente, no pudo más que actuar acorde a las exigencias de la industria y la época que, para bien o para mal, le tocaron vivir.

*Publicado el Viernes 20 de Enero en "La Jornada Maya"

lunes, 16 de enero de 2017

EL EFECTO BOWIE*


“La sociedad solo tolera un cambio a la vez”. Rodeado por el aire frío de las montañas de Colorado, en lo alto de un patio contiguo a su laboratorio, Nikola Tesla (David Bowie), el inventor e ingeniero responsable del sistema moderno de energía eléctrica por corriente alterna, expresa dichas palabras por cortesía de El Gran Truco (The Prestige, 2006), thriller a cargo de Christopher Nolan. En el rostro o la voz de otro actor, el dialogo podría pasar relativamente desapercibido. Más aún cuando recordamos que la película no gira en torno a Tesla y que su existencia histórica apenas es aprovechada como catalizador de la mala sangre entre sus dos protagonistas. Sin embargo, el hombre a quién vemos caracterizado, al igual que el verdadero Tesla, no es un humano común. De hecho, tanto intérprete como personaje están compartiendo mucho más que una simple escena. Comparten una misma dimensión de leyenda y de misterio. El ser pararrayos para la imaginación de millones a lo largo del globo. El ser considerados más grandes que la vida misma. En pocas palabras, comparten lo que, quizás pretenciosamente, se me ha ocurrido llamar el “Efecto Bowie”.

Las estrellas de rock incursionando en la actuación cinematográfica han ido y venido prácticamente desde la incorporación del sonido. Sin embargo, pocos logran construir una nueva mitología alrededor de ellos en el arte audiovisual que a la vez ayude a perpetuar la otra ya existente en grabaciones y presentaciones en vivo. A setenta años de nacer y uno de morir, el mal llamado “camaleón” británico permanece en dicha elite. Haya sido a nivel subconsciente o intuitivo, contaba con suficiente perspicacia para entender que, cuando el público lo viese frente a una cámara, no estaría precisamente esperando a un “actor”, sino a la manifestación de una personalidad exótica, notoria y enigmática que, aunque no replicase su construcción de realidades simbólicas en los escenarios, al menos la igualara. No por nada se convirtió en el alienígena alcohólico y auto-destructivo de El Hombre que Cayó a la Tierra (The Man Who Fell To Earth, 1976) tras haber hechizado al mundo con su alter-ego interplanetario Ziggy Stardust. Tampoco es coincidencia que Julian Schnabel lo colocara bajo la peluca de Andy Warhol en Basquiat (1996) cuando era sabido no solo que Bowie llegó a conocerlo y a dedicarle una canción, sino que también se han propuesto paralelismos filosóficos entre los dos. En la misma lógica, ¿cómo no elegir para encarnar al tiránico Rey de los Duendes en Laberinto (Labirynth, 1986) a un músico cuyos primeros sencillos incluyen “The Laughing Gnome” (El Gnomo que Ríe, 1967)? ¿Cómo no tener a alguien con un consumo de intereses culturales a nivel vampírico dando vida a un vampiro literal en un filme como El Ansía (The Hunger, 1983)? ¿O a un visionario que cambió para siempre el mundo de su propio tiempo canalizando a otro que hizo lo mismo, tal como el ya mencionado Tesla? ¿Cómo no tener a una fuerza de la naturaleza emulando a otra? ¿A un mito fingiendo ser otro mito?

De ningún modo voy fingir que dentro del catalogo fílmico de Bowie no pude haber lugar para lo dramáticamente formal (Merry Christmas, Mr. Lawrence, 1983), lo intrascendente (The Linguini Incident, 1991), o incluso lo a todas luces vergonzoso (Just a Gigolo, 1978). Pero si una invaluable lección hemos de rescatar y aprender a partir del “Efecto Bowie” es que las estrellas brillan con mayor fuerza en lo oscuro de una sala de cine gracias a una narrativa popular particular que traen arrastrando junto con su imagen musical y que las impulsa hasta los límites del universo. De aquellas remotamente similares a David Bowie nada menos puede esperarse. Y por lo mismo, tienden a no dejar de brillar. 

*Publicado el Viernes 13 de Enero de 2017 en "La Jornada Maya"

LAZARO EN PIXELES*


En un año que la cultura pop insistió en clasificar como marcado por su cantidad y calidad de fallecimientos celebres, es notable que al menos a un actor se le haya permitido volver a la vida. Me refiero, por supuesto, a la “participación” de Sir Peter Cushing en Rogue One (2016), la más reciente gota de leche exprimida a esa vaca sagrada de la taquilla llamada Star Wars. Cushing, conocido como icono del horror en los días de la productora Hammer Films a lado de su colega Christopher Lee, al igual que como el Gobernador Tarkin en la primera entrega de la saga creada por George Lucas (Episodio IV: Una Nueva Esperanza, 1977), falleció de cáncer en 1994. Sin embargo, ni siquiera la muerte misma detuvo a los magos de la empresa de efectos especiales ILM (Industrial Light Magic) para respetar la continuidad cronológica entre el Episodio III (2005) y el ya mencionado Episodio IV. Aun cuando eso significara recurrir a imágenes guardadas en archivo con los rasgos faciales de Cushing y alterarlos digitalmente para superponerlos a la cara de otro actor; dando así la ilusión de que Tarkin, en cierta manera, sigue siendo parte de la galaxia y de la franquicia.

Admito que no he visto todavía Rogue One. Pero de lo que no me cabe la menor duda es que nuestro shock ante esta hazaña, así como la notoriedad de la cual las redes sociales y la monstruosa maquinaria publicitaria detrás de la película la han dotado, hacen a todos potencialmente propensos a caer en la trampa de creer que es la primera vez en que esta caja de Pandora ha sido abierta para liberar a una docena de interrogantes éticas. Y peor aún; estas interrogantes puestas sobre la mesa podrían no ser precisamente aquellas en las que más convendría estarnos concentrando.

La primera de ellas quizás sea también de las más obvias: ¿Puede patentarse la fisonomía de un actor o actriz y explotar con impunidad sus beneficios después de su muerte? Si se le pregunta a Crispin Glover, probablemente su respuesta sea que incluso puede hacerse (o intentarse, al menos) mientras el susodicho aún respira. Tras su icónica caracterización como el padre de Marty McFly en Volver al Futuro (Back To The Future, 1985) y negarse a formar parte del elenco en la secuela, Glover demandó a la producción de la misma al descubrir que habían aplicado una prótesis de su rostro a un doble para dar a entender falsamente que era él quien aparecía en el filme. ¿Existirán algunas ocasiones específicas para justificar el uso de dicho poder; quizás al demostrar lo efectivo que puede llegar a ser para hacerle frente a ciertos trágicos imprevistos; como, por ejemplo, la muerte repentina de un protagonista? Los muy sonados casos de Peter Sellers en Tras la Pista de la Pantera Rosa (Trail of The Pink Panther, 1982), Brandon Lee en El Cuervo (The Crow, 1994), Oliver Reed en Gladiador (Gladiator, 2000) y Paul Walker en Rápido y Furioso 7 (Furious 7, 2015) me tientan en tal sentido a jugar al abogado del diablo.

Pero son preguntas de otro calibre las que carburan mis líneas y mi tren de pensamiento. Muchas determinadas por el sentido ontológico que acostumbro dar a todas las películas en cuanto artefactos culturales del tiempo y las circunstancias en que estas se producen. ¿Invocar artificialmente a estrellas muertas es lo mismo que devolverles su luz? ¿Estamos permitiendo que el pasado cobre una nueva vida ante nuestros ojos o que se re-escriba? Y si se re-escribe… ¿A beneficio de quién? ¿Convocar a un nuevo casting es un tributo menos significativo que la reanimación renderizada de un cadáver? ¿Para qué queremos de vuelta a los fantasmas? ¿Qué queremos que digan? ¿Qué queremos que hagan? Cuando de saquear tumbas se trata, más que pura tecnología, se requiere de filosofía pura.

*Publicado el Viernes 06 de Enero de 2017 en "La Jornada Maya" 

sábado, 31 de diciembre de 2016

INTOLERANCIA (1916): UN CENTENARIO DE AUDACIAS Y DE PRETENSIONES*


Dentro del léxico anglosajón contemporáneo, chutzpah es un término hebreo (o yiddish, para ser más precisos) que acostumbra utilizarse en el contexto de alguien manifestando una desproporcionada e incluso irresponsable confianza en su determinación por salirse con la suya en las hazañas que decida emprender; sin importar lo ridículas o imposibles que parezcan, ni las probabilidades de triunfar o sobrevivir en su contra. Es ponerse jugar ruleta rusa con la certeza de terminar siendo el único sobreviviente en la mesa. Es tirarse del último piso en el más alto rascacielos con la convicción de que, casualmente, alguien habrá colocado una red. Ícaro, por ejemplo, tuvo bastante chutzpah para atreverse a volar cerca del sol. Del mismo modo lo tuvo Alejandro Magno en su campaña militar por Asia; al igual que Harry Houdini, Evel Knievel y cualquiera con la profesión de cortejar a la muerte.

En 1916, David Wark Griffith contaba con muchos motivos para sentirse con el derecho a su propio chutzpah. El titánico éxito monetario de la hoy en día recordada y controvertida Nacimiento de una Nación (Birth of a Nation, 1915) lo convirtió tanto en pionero de la naciente industria cinematográfica como de la gramática que acabo definiendo a su medio de subsistencia. Más que sus contemporáneos, comprendió que la base de la narrativa en imágenes no consiste en las acciones que muestran, sino en los planos que las encierran y en la relación emocional establecida entre ellos por el montaje. El cine podía permitirse la pretensión de trascender los límites del tiempo y el espacio tan lejos como la imaginación lo permitiese. Y muy pocos ejemplos de tal premisa llevada a la práctica permanecen tan radicales como ese mamut titulado Intolerancia (Intolerance, 1916).

Griffith exige a los primeros espectadores del Siglo XX hacer lo impensable: sentarse por casi cuatro horas a presenciar el flujo intercalado de cuatro líneas argumentales distintas (el melodrama moderno de una joven madre trágicamente separada de su esposo e hijo, la crucifixión de Cristo, los eventos de la matanza de San Bartolomé en la Francia de 1572 y la caída del Imperio de Babilonia en 530 A.C.), separadas por varios siglos de distancia y apenas concatenadas por la idea de que la intolerancia, en cualquiera de sus variantes, constituye la raíz de los males en el mundo. No conforme con su “desfachatez”, Griffith hace de este intrincado acto de malabarismo uno de los más bombásticos espectáculos que se hayan presenciado desde entonces. Basta con observar detenidamente los planos aéreos de los orgiásticos festines de Babilonia para poder hacerse una idea respecto a los colosales derroches presupuestales procedentes del bolsillo de Griffith, épicos como la película misma, y que más adelante lo arrastraron junto al estudio hacía la bancarrota.  Si el dinero puede verse en la pantalla, el chutzpah puede prácticamente olerse.

Quizás lo más interesante de Intolerancia sea hasta que punto funciona principalmente a la manera de ejercicio en un cuarto de edición. De sus cuatro historias, únicamente el melodrama moderno proporcionaría una estructura lo suficientemente coherente consigo misma y con el tema que se promete atacar desde el titulo. Pero aunque no merece ser tachada de perfecta, merece serlo de importante al conformar un testamento a las agallas de una primera generación de creadores que decidieron que la mejor manera de saber si había o no límites para el arte cinematográfico era intentar acercarse cada vez más a los mismos. Directores y películas que, además de no saber cómo buscar el significado de la palabra “sutileza” en el diccionario, parecían regodearse en ello. Autores y obras que, en vez de modular su chutzpah, lo exhibían como la más hermosa solapa. 

*Publicado el Viernes 30 de Diciembre de 2016 en "La Jornada Maya"